- Hablemos de algo.
- Está bien.
- Contame un momento lindo de tu adolescencia
Era el último día de nuestras vidas. Claro, aún éramos unos adolescentes.
El universo entero ardía en fuegos bicolores. Las guerras se sucedían unas a otras. El cielo entero era maravillosamente triste. El cielo estaba en llamas y cada uno de nosotros entendía tristemente y a la fuerza que no quedaban muchos minutos. Ella juntaba flores a más no poder. Arrancaba jazmines, narcisos, camelias, adelfas, salvias, mientras me miraba alegremente, y me pedía que la entendiera, a medida que se paseaba por los jardines del suburbio.
Un halo en su mirada dejó entrever lo segura que se encontraba dentro de su mundo indestructible. Vimos una chica blanca, de vestido volado y negro, y un chico alto que corrían al sur.
Ahora podía ver como se deslizaban e iban a parar al suelo las flores que momento antes había juntado. Porque corríamos. Quería detenerse. Pero había que hacer lo que todos.
De repente estábamos en la última calle que quedaba vacía (aunque no sabíamos cuanto tiempo iba a permanecer de ese modo)
Corrimos en busca de refugio, mientras veíamos caer a las últimas personas queridas del pueblo, los jardines pisoteados, los autos que daban vueltas, las sirenas que sonaban ansiosamente callar. Alguna que otra cara familiar gemía de dolor bajo algunos escombros o ahogándose de pavor. Intentábamos ignorar todo aquello.
El mundo se confundía más que nosotros. Primaveras, veranos, otoños inviernos. Todo iba tan rápido que me dio la sensación que ni él sabía que pasaba en su interior. Semillas eran de pronto árboles. El tiempo nos pisaba los talones. Pero le escapábamos a cada segundo airosamente.
Pronto caerán miles de cristales del cielo. No habrá nada.
¿Por qué todas las fisonomías de gente conocida tenían que clamar por ayuda justo ahora?
Paramos de correr. Nos encontramos ante el paredón más grande que jamás hayamos visto. Una luz nos iluminaba desde arriba. El reflector parecía consumir muchísima energía sólo para inhibir a nuestros cuerpos.
En una comunicación poco fluida con la gente a bordo de aquel helicóptero, subimos. Creo que el uno pensando en el otro, sin hablar.
Ella se retocaba el maquillaje y se arreglaba la ropa. Yo pensaba en mi perro y mis álbumes de figuritas.
Claro, aún éramos unos adolescentes.
El hombre que nos había gritado para que subiésemos, ahora gesticulaba a la vez que intentaba comer un sándwich. Nosotros asentíamos, queriendo improvisar interés.
-Esta ciudad esta llena de locos- Fue todo lo que pude decir. Pero bastó para que nos quedáramos nuevamente sin asilo
Ella no expresaba nada. No exponía ninguna de sus tan mencionadas tesis acerca de la paz mundial. Reía de vez en cuando.
Ahora caminábamos las calles semidesiertas inesperadamente llenas de silencio.
Mi segundo error fue decir lo que dije a continuación:
-El silencio que antecede al fin- Ella reaccionó de la manera menos esperada: -¿Sabés que Francisco?, sos patético”-dijo tirando la cabeza hacia atrás, riendo, y haciendo brillar sus ojos de seguridad.
Todos estaban agazapados esperando su correspondiente y calculado final. Su dulce final.
Llegamos a las vías del tren. El cielo estaba azul, pero era inevitable escuchar los destellos rosas, y azules, y verdes, que venían desde unos kilómetros abajo.
El mundo era una completa sinestesia sensual. Un manojo de recuerdos improbables. Memorias en forma de masa encefálica, masa encefálica en forma de sangre que se junta con las aguas de quién sabe que río que terminará secándose.
Todos callaron. Esperaron ese momento en plena luz o sumidos en la ceguera de una oscuridad subterránea. Nosotros sentados en las vías del tren, alejados de la racionalidad universal. Los demás en sus resguardos. Nos reíamos pensando que seguramente los del helicóptero seguirían recogiendo gente a más no poder, tirándola con sus paracaídas quién sabe donde.
Éramos conscientes de una realidad que casi ni nos afectaba. Inexplicablemente, estábamos alegres, pero sobrios. El mundo que nos circundaba no nos preocupaba en lo absoluto.
Y en ese momento, empezó a sonar “Because” de los Beatles. Estallé de alegría, pasé saliva con el dedo a una mancha de mi zapato derecho, mientras ella acomodaba su peinado y su vestido.
Seguimos esperando. Claro, aún éramos unos adolescentes.
Francis.
1 comentario:
No hay consuelo
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